viernes, 17 de agosto de 2007



EVANESCENTES CLAUDIAS


Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías...
... el mar, el siempre mar, ya estaba y era.

Jorge Luis Borges


I

Sucedió. Se trata de algo como humo, incoloro, asciende en el aire, pero no se ve. Sucede, pero no se ve.
Antes, había muchas. Concretas, concisas, variadas, parecidas, o mejor, análogas, y a la vez diferentes, sorprendente, atrozmente, diferentes. Pero Claudias no escaseaban. Yo mismo, por la comodidad de ir de lo particular a lo general, puedo decir que conocía muchísimas. Había Claudias en mi cuadra, en mi colegio, en el club, eran parientes de amigos, conocidas; si salíamos, ya más grandes, si íbamos a bailar, a la playa o a una fiesta, allí estaban. Eran así, tal como expliqué antes. Análogas, pero bien diferentes. Decir Claudia, era decir novia, prima, amiga, conocida, compañera, adversaria.
Las había altas, bajitas, rubias, hermosas, armoniosas y no armoniosas, simpáticas, indiferentes, inocuas, maledicientes y algunas, varias cosas de éstas a la vez.
Hasta que sucedió. Digamos, por arte de birlibirloque, por no adentrarnos en los oscuros senderos de alguna logia desconocida.
La cuestión, es que ya no hay más Claudias. Hoy, insisto, no se las encuentra más que en los neblinosos territorios de la memoria.
No es que se fueron. Ni las robaron los ogros. Ni que inventamos su existencia anterior, porque ellas existieron, dado que la memoria puede ser caprichosa y confusa, pero guarda recuerdos ciertos.
¿Qué sucedió entonces? Parece extraño, pero es claro y contundente. Se esfumaron. Son humo invisible, que ascendió y ya no está.
Antes, había bellas Claudias, dulces Claudias, indiferentes Claudias. Hoy, sólo quedan evanescentes Claudias.


II

Antes, mucho antes de la existencia de los materiales, existía la esencia. Era un mundo incorpóreo, y las esencias se fundían y separaban, se anexaban, tocaban y repelían, sin más. No hacía falta nada material, vivo o inerte. No había moléculas, ni ojos, ni apariencias.

Entre las muchas preguntas que me he formulado, figura la que, tal vez, sea la principal. ¿Antes? ¿No será a la vez, que ese mundo de esencias existe con el material?
De ser así, es posible que como castigo, como premio o por el simple azar, si es que el azar existe, nos ha tocado este mundo.
Y no es posible pasar de un mundo a otro, a excepción que alguna fuerza poderosa decida hacerlo. Y, yo no tengo dudas, a través de una confabulación, las fuerzas esas se han llevado a las Claudias.
Cierto conocido dijo que su prima tiene una amiga que se llama Claudia. Eso no es una prueba. Es una presunción caprichosa que distrae el eje del problema. Antes había y ahora no hay. Esa es la realidad.
En algunas ocasiones, y con mucha discreción, hemos conversado con algunos amigos de este tema. Uno de ellos, refuta con cierta autoridad esta teoría. Las Claudias no se han esfumado, se han metamorfoseado en otras, por caso, Natalias. Y ese proceso, de no tener fin, hará que las Natalias se conviertan en Noelias, y éstas en Brendas. Esta teoría, aparentemente consistente, tiene, a su pesar, el absurdo del infinito. De ser cierto, los romanos se han metamorfoseado en don Pascual, el verdulero italiano de carácter insoportable que tiene su negocio en la esquina de la avenida.

No crean que me conformo con enunciar una teoría y quedarme sentado mirando evanescencias invisibles. He acudido a documentos, rituales, secretos, legos o místicos, y nada. No hay lógica material a estas evanescencias. Sin más, ya no están, y lo demuestra el hecho de que ya no quedan, salvo las que dicen llamarse así, pero que se llaman de otra manera.
Mi teoría me lleva a otra conclusión, de carácter personal, que me permitiré expresar. Esas fuerzas poderosas, en su impía confabulación, me han quitado a todas las Claudias que han poblado mi vida, con lo cual he quedado sólo, o a merced de Noelias que no comprendo, o que se multiplican en Sabrinas o Brendas o... tantas como mujeres rodean mi mundo.


III


- Es buena piba, la Claudia –dijo mi amigo, con barrial naturalidad- no sé, no tuvo suerte...
- ¿Cómo Claudia? –dije, omitiendo el bochornoso la-.
- Y sí, ¿No te acordás como se llama la Cuqui?, Claudia, la Cuqui- dijo, confirmando con este remoquete de quién estaba hablando.
Mi cara no puedo describirla yo. Pero si es por lo que él vio, debe haber sido de consistente pavor.
- ¿Qué pasa? ¿Vos sabés algo de lo que le pasa a Claudia?
- No, no –dije haciéndome el distraído- es que es una chica tan agradable...
- No te asustes, no es nada que no tenga solución. Pero es raro, es linda chica, no sé por qué nadie le presta la atención que debiera. Algo le debe faltar.
- Sí, debe ser que no le prestan atención.
Traté de acabar con esta conversación e irme. Es que estaba realmente alarmado. Mi teoría, real aunque loca, no había sido más que una teoría, lejana, abstracta, hasta romántica si se quiere. Pero ahora, de ser cierta, mostraba el peligro en que concretamente estaba una chica que yo conocía y por la que sentía afecto.
Me fui consternado. No quería que nada le ocurriera a Cuqui. Es cierto lo que decía mi amigo. Es muy linda, agradable, dulce, y sin embargo, todos nos hemos visto envueltos en otros romances, malos, enrevesados o aburridos, con mujeres que estaban lejos, en el afecto o en la distancia lisa y llana. Pero Cuqui estaba tan cerca... estaba cerca, eso. No lo está, me dije en ese momento, pues corría el riesgo de esfumarse para siempre. Por qué, me preguntaba, por qué no he reparado en ella, y ahora, siento que la pierdo, por qué siempre se hace tarde, por qué dejamos que se haga tarde...

Estaba tan exaltado, que me miré en el espejo y se me notaba. Entonces, traté de calmarme, puse música que me gustaba para sosegarme y sentir placer y luego, salí. Voy a hacer algo agradable, me decía. Voy a visitar a Cuqui, una hermosa chica que conozco, eso debe darme placer. Ignoré la teoría, o traté de hacerlo, para hacer más natural, y menos evidente, mi repentina visita.
Golpeé la puerta y salió Cuqui, fresca y sonriente. Me saludó con afecto, pero sin quitarse la sorpresa.
- Pasaba por aquí y quise saludarte –dije.
- Claro, hiciste bien –dijo ella- hace tiempo que no nos veíamos. ¿Querés pasar?
- No, gracias, apenas pasaba –me negué cortésmente, pero en realidad no tenía ninguna intención en extender ese momento- ¿Vos estás bien?
Cuqui se sorprendió mucho. Pero dio una sonrisa tranquilizadora por respuesta.
- Claro que estoy bien –tal vez creyó que yo conocía versiones extrañas de sus vicisitudes- no sé que te habrán dicho, fue un mal momento, pero ya pasó.
- Me imagino, se te ve bien -yo no sabía qué decir- bueno, nos vemos otro día.
- No venís nunca y cuando venís estás apurado. Me debés una visita. Llamame y te preparo café. ¿Dale?
- Sí, me encantaría. Chau, Claudia. Me alegra haberte visto.
Salí casi corriendo, en la dirección en que había venido. Eso fue un error. Tal vez, Cuqui se diera cuenta que había ido hasta allí por ella. Realmente, mi actitud fue tan extraña que cualquier cosa que yo hiciera para disimularla, no tendría efecto. Pero ¿Qué iba a hacer?, me justifiqué. ¿Iba a decirle... Claudia, tengo miedo que te esfumes?

Bella, radiante, plena. Así la veía yo, caminando junto a mí, en la calle. Es que todos saben de la conspiración, me decía. Por eso le huyen. Sólo yo tengo la valentía de asumir este desafío. De no temerle a la conspiración que esfuma a las Claudias. Y creo tener la respuesta. Mientras la toque, la tenga cerca, seguirá corporizada. Es una actitud valiente, pero muy fácil de lograr.
Ella hablaba de cuestiones cotidianas, sencillas. Lo hacía con soltura y se notaba cómoda. Una belleza así, tan sólo para mí. ¿Por qué hizo falta que su existencia corriera peligro? Me lamentaba de no haber sido más humano, más sensible, de tener la grandeza de vivir sin riesgo, de querer, de entregar mi árido corazón sin necesitar la esquiva presencia del drama en los arrabales de una pasión.
Qué ajena, que simple, que hermosa, ella seguía hablando y escuchando mis monosilábicos asentimientos con tanta tranquilidad... me halagó que se sintiera bien junto a mí, cómo no iba a sentir satisfacción de que aceptara caminar a mi lado, con su blusa clara y esa pollera sutil que la hacía tan suave. Tan suave. Tan etérea...
Una puñalada artera atravesó las puertas que mi corazón estaba franqueando para que ella se internara. Etérea, así era. Eso parecía. Todos mis esfuerzos eran vanos. Ante mis azorados ojos en breve empezaría a evaporarse esa mujer, justo ante mis ojos, como todas las Claudias se evanescieron tiempo atrás y ya no volví a verlas, ni a saber de ellas. Diablos, soy yo, el que apuró la esfumación de la última Claudia de mi vida.
El terror se adueñó de mí. Ese punto frente al infinito, esa calle conocida que sería testigo de la evaporación de la mujer que empezaba a amar... de la que ya no podría dar vestigios, pues nadie más ya la vería... pese a ser un hombre discreto, contaré lo que hice en ese momento.
Comencé a caminar más lentamente y Claudia se detuvo junto a mí. Me miró y yo me acerqué a ella. Quedó quieta, tal vez sorprendida. Yo estaba dispuesto a que ella no se fuera. No iba a perderla, no iban a vencer esos abolicionistas de damas. La tomé por la cintura y sí, en efecto, la seda de sus ropas, la hacían etérea. Pero mi boca acercándose a la suya me fue invadiendo de éxtasis, y ella pasó a ser, además, sensual. Intentó detenerme con su mano, pero ya no había retroceso. La besé. Y la solté.
Ella pestañeó, se sonrió apenas, y luego mostró estar molesta. No hacía falta hacerlo así, dijo, hay cosas que pueden hablarse o elegir el momento, o preguntar o...
Ya no la escuché. Ella lo quería tanto como yo, pero esperaba el momento. No había un momento adecuado para impedir que se desvaneciera la mujer que podía amar de verdad. Pero no podía explicárselo.

Hacía ya bastante tiempo que estábamos abrazados, besándonos, jugando en fin, al más divertido juego, el juego del amor, en una partida que nadie quería concluir. En el momento de mayor intensidad, pasé a pensar en lo que me preocupaba, que era tener relaciones físicas para vencer el maleficio, y le hice la pregunta más conveniente en ese caso.
- ¿Por qué te llamás Claudia?
Ella me miró, como quien mira al que habla de un amigo muerto en medio de una fiesta.
- Le gustaba ese nombre a mi mamá –contestó, sintiendo roto el clima.
- Es raro, ya no hay Claudias como había antes.
- Es cierto. Pero mamá soñaba con tener una hija con este nombre desde jovencita.
Demás está decir, que el clima se rompió por completo. Yo no me daba cuenta, pues mi lógica no era la de mi nueva amada. Cuando intenté volver a acercarme, ella se mostró menos dispuesta. Y cuando le dije de ir a dormir juntos, lo tomó decididamente mal.
En definitiva, me contestó lo mismo que ya había oído muchas veces. Y no faltó el pensé que eras distinto, distinción que me igualaba a todos los hombres que circulaban por allí.

Esa fue una hermosa noche, al menos hasta ese momento. También lo fueron las noches subsiguientes en que nos frecuentamos. Lo fue la noche que con suavidad, prudencia y mucho placer la llevé a dormir e hicimos el amor de la forma más bella que recuerde haberlo hecho. Se apoderó de mí una sensación única, invalorable. La niebla sutil que se adueñaba de mi corazón con nombre de Claudia, se hacía cuerpo y pasión. Exactamente, el camino inverso al que me temía. Su cuerpo, era fuego. Pero un fuego concreto, que yo podía acariciar, gustar y entrar en él. Y ella me buscaba y me deseaba y perdió en mis brazos aquel dolor y esa tristeza endémica de no ser considerada, porque era la mujer más considerada por un hombre de cuantas pudiera haber. Era una y muchas Claudias, todas, en una sola, y yo, el mismo, que amaba a todas en una, en ella.
Hasta el fatídico día, por supuesto.
No podía ser de otra manera.
Era un día de nubes bajas. Gris. Fui a buscarla y no estaba. No supieron, o no quisieron, explicarme donde estaba mi amada. Me pregunté si había dicho algo que la ofendiera; podía ser, pero no justificaba su partida. Pensé lo más natural, o sea, que encontró a otro hombre y no quiso decírmelo. Qué curioso, lo que un hombre más podría odiar, para mí era mejor que otra cosa. Esto es, prefería que estuviera con otro a que no estuviera más.
A que evanescente como todas las otras Claudias, hubiera ascendido como rocío a un mundo doloroso para mí, pero tal vez primaveral, mejor, límpido, donde van las mujeres que ya no están aquí pues han seguido otros caminos, que a nuestros ojos no son terrenales, solo son humeantes e inasibles recuerdos, evocaciones o sueños.
Corrí hacia la plaza y la excesiva humedad del ambiente me rodeó. Abrí los brazos, pues bien sabía que ese imperceptible vapor era Claudia, esta y otras y todas... tal vez, hasta lloré y mis lágrimas se evaporaron junto a mi amor, que fue a parar a mejores territorios, menos dolorosos, pero implacablemente inalcanzables y lejanos.
Con dolor frente al infinito, pasé unos tres días casi sin comer, casi sin ver ni oír. Volvía a la plaza, sobre todo al amanecer, para ver evaporarse el rocío y tener lo que quedaba de mi amada, o lo que la representaba. Migajas, reminiscencias de ella.
A la segunda o tercera mañana, ya no tenía noción del tiempo, estando yo hambriento y desasosegado, bañado de rocío y de pesar, se paró frente a mí. Le toqué la pierna y estaba firme. Era ella, viva y entera. Como siempre lo estuvo.
- ¿Qué hacés?
- Nada -contesté, sin saber qué decir.
- Tus amigos están preocupados. ¿Te pasó algo?
- ¿Me seguís queriendo?
- Más que antes -contestó, acariciándome las mejillas con ternura.
- ¿Cuál es tu segundo nombre, Claudia?
- Lorena.
- A partir de ahora, cuando te pregunten, dirás que te llamás Lorena, seremos una pareja ideal y estaremos bien. Y seremos dos, Lorena. Viva y corpórea Lorena.




FRAGMENTO DE LA OBRA EURIDICE
(La Guardiana del Bosque)

(Entra Eurídice. Suben las luces. Luego entra Orfeo y le besa las manos)
ORFEO: Acá estoy, mi diosa, el objeto de mi amor, objeto soñado y único de mi amor. Aquí he dejado mi lanza, mi escudo, mi casco y mis distintivos de guerra. Ni uno solo de los aguerridos soldados con que nos hemos topado en el viaje ha podido herirme, ni siquiera rozarme. Menos aún el ejército del altivo y taimado gran rey Eetes lo ha conseguido. Ni siquiera lo ha intentado. Pero aquí me ves, puedes observar ante ti un guerrero humilde y valiente que está desarmado, inerte ante cualquier movimiento que realices, que pueda herirme mortalmente dañándome hasta el límite del dolor, y no me defenderé.
EURÍDICE: Nadie va a hacerte mal, el más bello y valiente de los tracios. No sería yo, ni obligada, quien pudiera causar mal al poseedor del más eficaz arma de conquista.
O: No irás tú también a hablarme de mis dotes vocales.
EU: (Sonriendo) No, claro que no, pastor, hablaba de tu corazón.
O: Yo carezco de armas frente a ti, Eurídice. ¿Qué es lo que podría hacer para herirte? Yo...
EU: Puedes quedarte mudo. (Silencio) ¿Entiendes, Orfeo? Si se callara el más bello canto que pudieras prodigar con tu voz para siempre, si este mundo que se conmueve y somete al talento de tu arte, ya no pudiera escucharte más, si los más sórdidos y agrestes sonidos se apoderaran del viento, si desde los hermosos fresnos ya no se desprendiera el murmullo suave de las hojas que acunó mi dorado sueño en la infancia, si todo fuera chirriar de madera herida, horrorosos truenos de furibundas tormentas, silbidos de harpías impiadosas traídos por el viento, si, en fin, los dioses abolieran la música, yo sentiría lo mismo por ti.
O: Si la música dejara de existir, ni mi madre existiría ya. Y bien podría, con mi valor más extremo traer de las estrellas y volver a la vida a la cabra Amaltea que amamantó al mismísimo Zeus, tu padre, rey de los dioses... y aún así no lograr que nadie me amara.
EU: A excepción de mí, Orfeo. Yo no dejaré de amarte jamás. Así la maldad del hombre destruya todo los bosques, seque todas las fuentes, arrase los campos y las ninfas perdamos la razón de nuestra existencia y perezcamos ardiendo junto a nuestros árboles, yo no dejaré de quererte, aún convertida en ceniza.
O: No tengas esos pensamientos funestos. Nunca el hombre destruirá los frutos de la tierra, ni dejará que ustedes pierdan el objeto de sus desvelos.
EU: Si en las guerras saquean, matan niños y mujeres, si queman los campos del enemigo para que no crezca más el trigo... lo lamento, Orfeo, pero algún día lo que digo puede pasar. Algún día puede no haber ya tierra para arrasar, agua para beber...
O: ¡La Madre Tierra no permitirá jamás que la destruyan! Ni el mismísimo Zeus, tu padre, permitirá ver destruido su reino.
EU: Si la profecía de Prometeo se cumple, no olvides que hasta el reino de Zeus tendrá fin.
O: Nunca pasará. Los dioses celestes, empezando por Zeus, protegerán la tierra. Y Artemisa, la austera, y el magnánimo Apolo, mi amigo y protector... nunca pasará.
EU: Tú no conoces el capricho de los dioses, sus discordias... Orfeo, el alma humana, como el alma divina, es inestable. Eres demasiado grande, demasiado adorado, temido y querido para verlo.
O: Me rehuso a pensarlo, tan siquiera. No provocaré la ira de los dioses aceptando ni un instante la posibilidad de un mundo transformado en cenizas.
EU: Yo misma seré cenizas, Orfeo. Aunque podré llegar al mundo de los muertos y aún así, seguir amándote. Pero no sufras ahora por ello. Aún no pasará.
O: No pasará. Y si pasara, hasta allí te iría a buscar para no abandonarte.
EU: No exageres mi amor. Me basta con saber que me recordarás.
O: No me estás escuchando, Eurídice. Que Zeus convierta en realidad tus temores y que su rayo convierta al mundo en cenizas si hay un rincón en cualquier lugar de los mundos al que no iría a buscarte.
EU: Te amo, Orfeo. Tienes mi amor. En el cielo, el mar, la tierra, o en cualquier lugar del mundo donde me halle.
O: Y yo a ti, mi divina ninfa. (Se abrazan)
EU: Vamos a saciar nuestra sed a la fuente, mi amor.
O: Nada me placerá más.
( Salen abrazados de escena)