viernes, 24 de diciembre de 2010

AGRIGENTO

Me había quedado dormido esa tarde, cuando el calor arreciaba en las pintorescas calles de Agrigento.



Bebí un refresco y salí a la calle intentando disfrutar una generosa brisa, que algún dios enviara en mi auxilio.


Sentado en la añeja silla miraba esa parte de la ciudad antigua, con la despreocupación del que goza del ocio. Pero, eso sí, con los sentidos atentos, porque sabía que mi inclinación artística podría encontrar influencia en esas paredes y ese rústico paisaje siciliano.


Atrás, furtivo y en silencio, yo lo sabía, se escondía el arcano, con sus miles de secretos. La fría historia de los libros, leída sin apasionamiento, no muestra el alma de los hombres que vivieron la época que se describe.


Y la verdadera forma de escribir –y de leer- historia es poniendo el alma y dándole lugar a las almas de quienes pisaron esos suelos en otros tiempos.


Yo olía el perfume de algunas plantas, y las veía trepando los muros, y respiraba el calor de la ciudad.


Intentaba que mi presencia fuera natural, y creo que lo lograba.


Era la mejor forma de disfrutar –y de sentirme parte- de Agrigento, de su pasado, su presente y, por qué no, de su futuro. Imaginaba a un paseante distraído describiendo lo que veía. Pared, enredadera, sombra, extranjero ocioso, calleja, imagen de la Virgen…








Nunca había viajado anteriormente al Sur de Italia y nunca me preocupé por saber si me entenderían bien. Pensé que bastaría el críptico dialecto de las canzonettas, pero no, solo me ayudó el intento de los que hablaban italiano puro.


Acaso por entender mal, nunca supe que hacía ni si se llamaba exactamente María, o de otra forma. Pero fue María para mí desde el instante que la vi.


Me hubiera gustado que sea pastora, o que lavara la ropa en algún río, pero no fue así.


Solo sé que su rostro, un poco autóctono y un poco finamente griego, sus manos firmes y su generoso cuerpo, se colaron en mí sin atravesar los sentidos. Sentí a María en mi interior. Algunos llamarían amor a eso, pero me parece apresurado e incierto.


La cuestión es que María, calleja, hiedra, la Virgen, cielo, María de nuevo en el paisaje, despertó en mí un deseo incontrolable e inconfesable.


Mi cuerpo, como llamado por el de María, sintió una atracción física que dolía. Porque su belleza dolía; su sonrisa, casi escondida por su propio pasado arduo, asomada en pequeñas dosis, su gesto firme y una delicadeza única, derretía.


Su calor hacía ponerme a sus pies y a la vez, me inclinaba a contener su alma, frágil, de porcelana, conservada por siglos. Era una mujer, plena, luminosa. La mujer moldeada por los siglos que visité siendo parte de Agrigento.






¿De qué manera, paisán, se relaciona uno con la tierra? ¿Con qué ojos, exactamente, miramos el suelo, el monumento, la inscripción en la piedra de la montaña, los viejos árboles, los promontorios desgastados por el mar?


Seguí el camino acompañado por un muchacho de boina que conocía un poco el paisaje. Era tímido y no se hacía demasiadas preguntas, lo que era evidente, sobre mi extraño accionar. Hubiera querido saber qué le pasaba por la mente. Este sículo era el mismo al que había mirado en el pueblo, pero de costado, sin que lo notara, para no ruborizarlo.


Cientos de años en él, de una cultura atravesada por el mar, por semitas cartagineses, rubios griegos, rústicos romanos y él ahí, defendiendo su territorio de todas las invasiones y ganando, y las más de las veces, perdiendo.


Y juntándose, tratándose de hacerse fuertes. Uniendo a sus familias, rechazando invasiones. Todos estos sicilianos iguales, como mi amiga Marcela, que tiene el mismo concepto, voz chillona y códigos de honor que cualquier habitante de este pueblo, pero allá en Buenos Aires.


Y todos, todos, tan distintos a la vez. Cada cual con su sueño, acaso impracticable, pero único, propio.





María tiene el perfil griego, conjuga sus formas entre la voluptuosidad y el misterioso e inasible encanto. Es igual a como hubiera sido. O a como sería. Transita las mismas callejas, los mismos senderos en la piedra. La emocionan las mismas flores.


Me parece que se llama María. Nació en Akragas y es griega, y recita poesías; poesías hermosas, de flores que nunca se marchitan. Y la poesía es dulce, y tampoco nunca se marchita. Ni ella, ni las flores, ni el fuego del hogar ni el aire puro, que la espera en sus paseos de niña o ya adulta, casi condenada a un matrimonio que no le dejara ser del todo ella, salvo en el campo, o en los sueños del campo, llena de flores y senderos de piedra.


No sé si se llama María. Pero sé que nació en Agrigentum. Libre. Su padre es ciudadano romano. Ya de griega solo tiene un incierto antepasado nada más, y de aquellos remotos tiempos solo quedan viejos templos parecidos a los que ahora veo yo. Sus sueños son los mismos, de griega, romana o sícula.


Casi seguro que se llama María, pero no entendí bien, porque el italiano que se habla aquí es un poco cerrado. Y las palabras en dialecto napolitano que intento más confunden que ayudan. Todo en el sur es tan distinto a lo que me imaginaba… María es distinta a lo que fue antes. Hoy es una ciudadana italiana, llena de derechos y libertades. Pero algo interior me la muestra tan igual… María es la misma, griega, romana, sícula, italiana…



La gente miraba las ruinas. Se sacaba fotos. No entendía bien en que consistían esos monumentos pétreos, quién era Juno, la diosa que para los griegos era inflexible y apasionada hasta lo indecible.


Yo, miraba a todas partes, sin sentido, sin orientación. Buscaba el mar, me preguntaba en ese Valle dei Templi como egresar, donde estaba mi barco, mi salida… escuchaba voces, como una enorme Babel de turistas coloridos y despreocupados, y todos eran risas, y clicks de máquinas fotográficas, y personas que se exponían ante la magnificencia para sacarse fotos y decir “yo estuve aquí”, sin saber siquiera de qué trataba la Divinidad, ni los reyes que querían adorarla.


La libertad se escapaba de entre mis manos, como la arena de una playa, blanca, pura; se me iba, y la miraba alejarse, como un griego veía a cartagineses o romanos asolar sus tierras y solo extrañar las doradas épocas idas. Poseer un reino y el mundo entero, y ser apenas un súbdito de Gela, una ciudad tiránica pero nada bella. Nada. Nada comparada a Agrigento, nada comparada a los sueños de mar, dioses y amores traicionados que desearía volver a ser lo que fue.





De qué hablo, que es lo que digo, en esta ciudad cuyo arcano quise penetrar. Todos sonríen en las ruinas, y yo solo veo pasado, tanto pasado que ya no soy yo, ya soy un griego más, encadenado a mis sueños. Y a la vez un cartaginés, un romano, un sículo, un italiano…



Te pierdo, te veo partir, te ignoro, te sueño, ya no deseo tocarte, pasa lo peor que puede pasarle a un amor. Te olvido.


Hago una vida normal, soy un artesano, o vendedor, o tal vez esclavo. Sí, esclavo de un invasor, rememorando tiempos legendarios, donde los rubios dorios eran señores que provenían de la Divina Grecia, valientes hijos de Hércules, que hicieron próspera una ciudad hoy arrasada.


¿Hoy? Sí, el hoy de los romanos, el mañana de los bárbaros. Y yo, que había nacido siglos después, ya no sabía bien quién era. Apenas atado a mi pasado, sin poder liberarme en ese Valle lleno de turistas que veía pasar con extrañeza, como figuras de una dimensión distinta, que no me veían, que sonreían y se sacaban fotos, poniéndose delante de las ruinas del templo de Juno.


Justamente a ella decidí acudir.


Tú, madre de los dioses más jóvenes, madre nuestra que desde antaño te trajeron mis padres a este Valle, sácame de aquí, devuélveme a mi prosperidad, a mí mismo, al que quiero ser y fui, y no al esclavo que soy.


Estoy sentado en una cómoda y añeja silla, mirando el paisaje. Es de día, hay una calle, casas, se oye música que viene de lejos. Aun mantengo en mí una cierta perplejidad, como aquel que en la vela tiene presente un vívido sueño.


Nadie imaginaría que ese extranjero con aire despreocupado que mira la calle desde la fresca sombra, es un hombre que ha penetrado tan profundamente en el arcano, en las entrañas mismas de Agrigento.


Es que un artista puede. Si vence al espacio, al tiempo, a la soledad y a la muerte, es un artista. O es simplemente un hombre que ama.


En ese momento, acaso como un viaje ya escrito que acontecía en un futuro que para mí era hoy, pasó caminando María. Me sonrió y prosiguió su camino. La miré y noté que se daba vuelta y me miraba.


Sentí satisfacción con esto. Me alegró que haya reparado en mí.


Sólo que no puedo saber cuándo la he conocido.

SINFONÍA EN AZUL




Metáforas, analogías, parecidos… no me atrevo a decir que es fácil encontrarlas. Pero sí digo que no resulta una tarea difícil, las más de las veces.


Señor de traje opaco, pero no negro, aclaremos, de gesto adusto, vida rutinaria, que trabaja en una oficina, privada o estatal, da lo mismo, y que sólo se ríe a veces, cuando se mofan de un ser más minúsculo que él, no puede considerarse menos que un ser gris.


Como el joven filo vegetariano, liberal y naturalista, vestida con ropa cara pero al descuido, tiene que ser verde. Verde pálido, casi seguro.

Mujer sufrida y apasionada, condenada por lo mejor que tiene, su arrobamiento irrefrenable, es roja. La buena o tilinga, es blanca; la madre abnegada que a veces se muestra coqueta, es naranja.


A veces, en mi caso casi nunca, vemos a la gente. A sus rostros. Sus gestos, lo que presuntamente transmiten.

Es cierto, dirán muchos, que no es una tarea muy divertida observar la retahíla de hombres y mujeres de color pastel oscuro que desfilan impasibles por cualquier arteria concurrida.


Ni el calor, ni las carnestolendas, colorean el desfile mentado. Acaso una joven se atreva a un rosado fuerte, o un caballero joven, de negro, a un saquito verde. O alguien a unas zapatillas amarillo oscuro o una señorita a la osadía de unas botas celestes.


Si me quedo mirando caras, gestos, gentes, desfile, lo que no veo son matices. No los veo, no los hay. Tal vez mis pesimistas ojos no los distingan, o tal vez mi anhelo y mi fe los busquen y no los encuentren.

Hay gente sepia. La veo y se torna rápidamente sepia a mis ojos, como una foto antigua. No tiene que ver con la edad, sino con la renuncia. La renuncia a ser. Son gente sepia, no se conduce a un futuro.

Es más grato, sin dudarlo, buscar en la multitud mujeres agraciadas. Cómo no amar las faldas, sobre todo las cortas, que seguramente también son pastel, pero dejan ver tobillos y muslos, que es lo mejor, de colores. De brillante tonalidad ya pálida, ya oscura, pero que despiertan vida, y dan vida con el deseo que despiertan, sí.


Sí. Las mujeres bellas también son pastel oscuro, pero permiten hurgar aviesamente, asomando parte de su cuerpo real para que mis ojos vean colores vivos. Vivos de vida. Un amarillo fuerte acaba siendo pastel en una dama anodina, pero un muslo pálido, o uno oscuro es color vivo, en una dama que no trasmita sepia ni pasteles, apenas belleza y vida.



Rojo y azul, rubíes en el agua.


Verde y amarillo, esmeralda y ámbar.

Rojo, verde y amarillo, estrellas fugaces, o de artificio, o platos voladores, deseables de ver con fondo de noche cerrada. O joyas fluorescentes sobre seda negra.


Rojo y verde, bolas de billar sobre el paño. O canicas sobre el césped.


Y así, en infinito juego, describiendo imaginarios contrastes, recuerdos de escenas vividas.





Con la música, ay, la música…


Orquestaciones brillantes para luminosos momentos, concertinos para un tenue descanso… movimientos andantes, o allegros, vivaces o ma non troppo…


La vida, aquí y allá, una rapsodia, mezcla de rock, grunge, conciertos para violín y piano, candombe, tango, fusiones… silencios.



Aquí afuera todo es ruido. Quisiera describir un do y un la, pero acoplan demasiado los micrófonos, los chillidos en la aturden, y un lejano mí bemol se pierde entre rumores desapacibles…


¿Cómo descubrir un color firme, o una melodía amable, en esta selva de cemento y poca fe?


Juega una niña, vestida de ámbar, en el césped esmeralda, y acaso quisiera que se parezca a mí.


Y juego yo, en otro tiempo y otro lugar, sobre la blanca arena, delante de un celeste mar, y yo rojo de pasión, futuro, esperanza y fe.


Y azul, vienes a mí, dando armonía a mi desconcierto. Eres apenas audible, pero acelerados tus pasos se acercan, y ya siento, contundente, vital, tu sinfonía; tus pasos, tus ojos, una obra maestra… quiero que me puedas devolver el rojo que tuve en la ciudad gris, o ámbares y esmeraldas, sonando siempre en mis oídos tu maravillosa sinfonía en azul…

LA SUMMÉRIDA

Traigo aquí a conocimiento de los respetados lectores, la excéntrica teoría científica del doctor Larsen, un curioso buscador de la verdad, que descubrió –o creyó hacerlo- a la cultura prehatti, precursora de los hititas y de casi todo lo humano, en su decir, primero a partir de unos papiros descubiertos en Amurru, y luego a partir de las más inconsecuentes de las ilaciones teóricas.

Cualquier científico que dedica su vida al estudio de la cultura de un pueblo suele parecer exagerado en la descripción de sus virtudes.
Esto suena lógico. No es simple subjetividad, suele ser admiración, razonable admiración, por aquello de grande que toda cultura humana es capaz de realizar.
Larsen, siempre apasionado en exceso, llevó esta característica a la desmesura. No sólo atribuyó enormes virtudes a los hititas, y a sus predecesores, el pueblo de Hatti, sino que también ensalzó hasta el paroxismo a unos nómades anteriores a estos, a quienes no supo exactamente como llamar, pues no poseían idioma escrito, ni simbólico, ni habilidad para el arte o la alfarería, no dibujaban ni esculpían a sus dioses ni se sabe mucho más de ellos que su desdén por toda manifestación ostentosa. Se tuvo que conformar con llamarlos los prehattis.
Desde su existencia errante hasta la conformación del gran pueblo hitita, pasaron siglos. Los prehattis, con su poca predisposición al progreso concebido en forma práctica, fueron pronto dejados de lado, debieron separarse, emigrar, y perder su endeble cohesión. Los hititas pronto los olvidaron, no los consideraron ni padres, ni precursores, ni nada de eso. Se olvidaron y nada más.

Ay, tu nombre, nombre que respiro cada vez que te nombro a escondidas, lo repetí muchísimas veces. Y lo hice sin que lo supieras, sin que imaginaras siquiera un instante que te has adueñado de mis sueños e ilusiones. Quisiera, lo confieso, que se produzcan todas las circunstancias necesarias para confundirme contigo en un abrazo impar, que florezcan las verdes esperanzas que albergo a diario. Pero te nombro, te pienso, te sueño en silencio, y sin deseos de reciprocidad. Sólo te agradezco que me permitas usar tu grato nombre para alimentar mi agradecido corazón.

Nunca nadie refutó la teoría de la existencia de un indolente pueblo ario merodeando los irregulares terrenos de Anatolia. Pero tampoco nadie confirmó su presencia.
En cambio Larsen pareció tener un gesto de grandeza al aceptar la existencia de los sumerios, el primer pueblo del que se tiene noticia, cosmopolita y genial, verdad que de todas maneras resulta irrefutable.
Le atribuyó una extensión mayor que otros estudiosos y a esta cultura la llamó La Summérida. Los consideraba un pueblo mestizado, avanzado, ambicioso, que en efecto, dio un paso fundamental en la historia de la cultura universal.
Arduos defensores de los sumerios –o summéridos, como los llamaba Larsen- les atribuyeron la fundación de la cultura humana tal como la conocemos.
Fomentaron, o directamente inventaron, la agricultura. Con ello, se establecieron en un sitio apropiado, dejaron de vivir en forma ambulante, y quedándose allí comenzaron a crear lo necesario para una existencia cómoda.
Fueron prácticos. Sembraron, crearon moradas confortables, se manifestaron con arte, inventaron la escritura y la simbología numérica, fueron geniales astrónomos y usaron todos esos conocimientos para mejorar su vida cotidiana.
La mayoría de las personalidades del mundo científico desconocía a Larsen. O al menos, sus excentricidades. Lo conocían sí por sus estudios sobre los hititas y su apoyo al estudio sobre los sumerios. Todo eso, claro está, hasta que en un tratado científico expresó que los summéridos inventaron la cultura, pero los prehattis inventaron la humanidad.

¡Qué cantidad de cosas inútiles he estado haciendo en estos últimos días!
- Escuché a un señor mayor contar una anécdota muy importante para él –que ya le había oído contar en otra oportunidad- que solía repetirla.
- Me senté a arrojar piedritas en un lago artificial y a escuchar música en un aparatito frente a una fuente de una plaza grande.
- Le sonreí a unos nenes que jugaban.
- Le regalé un libro a una chica que gusta de leer y aprender, y no la reté por dedicarse a cosas como esa.
- Perdí tres o cuatro colectivos y tuve que esperar otros por no correr y empujar a nadie.
Y todo esto lo hice en horario diurno, que es cuando más se produce, en forma gratuita, sin mayor preocupación y sin esperar ningún gesto compensatorio a cambio.

Uno de los grandes aciertos de los habitantes de la Summérida era la escasez –o prácticamente la nulidad- de las preguntas de orden metafísico. Sin que fuera expreso -no hacía falta- existía una especie de prohibición para pensamientos o cuestiones filosóficas en público. En la vida privada no eran necesarias, eran superfluas, las cuestiones de ese tenor, porque no contribuían ni al progreso ni a la solución de inmediatas preocupaciones de orden general.
Justo es decir que ni los más fervientes defensores de la civilización de la Summérida creen ni reconocen que esa preocupación en los temas urgentes los solucionaba ni que todos los summéridos recibían la atención necesaria para llevar una vida digna, pero no importa. Son los mismos que hoy hablan de las bonanzas de la sociedad actual mientras no trepidan en correr a puntapiés a los indigentes que duermen en las escalinatas de las universidades.

Para los habitantes de la Summérida no existía la historia. Algunos pensadores de la antigüedad coinciden con los summéridos. Para los actuales, los antiguos no necesitaban historia porque no la tenían, o. no la recordaban. Al no tener registros, todo se reducía a mitos y relatos incomprobables. Es lo mismo que piensan los que proponen hoy el fin de la historia. Así como los summéridos creían que con su afincamiento y desarrollo el hombre anterior había terminado –y con él, su historia- en el siglo XXI hay quien cree que es el hombre nuevo el que llegó a la cima, y el hombre anterior, intrascendente historia, como lo eran los nómades anteriores a los summéridos.
La ingenuidad de los habitantes de la Summérida y de los pensadores actuales es enorme, y es la misma. Sólo se reduce al pensamiento pueril de que la humanidad es un camino lineal para poder desembocar en el hoy. Y ese hoy, tan inconstante, que fue hoy ayer y será hoy mañana, será pasado, como lo fue para los summéridos, para el Imperio Romano, la Iglesia Medieval, la Revolución Industrial y el hoy-hoy, que es tan maravilloso para estos cínicos que viven en un tonel, será espantoso y arcaico para los cínicos del futuro.
El profesor Larsen, que compartió tiempo con estos derviches del fin de la historia, les reconocía un mérito. El mismo mérito que a los summéridos. Y es el que viven como pregonan. En una candidez perversa del hoy es hoy, así son las cosas y los que no disfrutan de las maravillas del hoy hoy son idiotas (filósofos, pensadores existencialistas, personas con cerebro en uso, al fin) o escoria que no merece ser tenida en cuenta (esclavos, abusados, pobres, gente de razas extrañas).

Había innumerables explicaciones para definir el origen de los nombres. El excéntrico y docto profesor Larsen sostenía que los prehattis tenían nombres extensos y de difícil dicción, por ejemplo, Megasubbilubbiusegundo h t, porque les encantaba que la gente pronunciara sus nombres, los recordaran y por ello, los valoraran. Es llamativo. Sobre todo, porque uno de los gobernantes más famosos de la Summérida se llamaba Ki. Tal vez se llamaba Kirigundis, pero no había tiempo que perder en pronunciaciones extensas.
Por eso, reprodujo un posible diálogo de aquellos tiempos.
REY: Hola, súbdito Megasubbilubbiusegundo h t.
SÚBDITO: Hola, su majestad Ki.
REY: Yo soy el rey de la Summérida.
SÚBDITO: Yo un campesino emigrado del mítico y respetable territorio de los prehattis, hijo de Megasubbilubbiuprimero h t y de nuestra diosa madre Sausga.

Nunca supe –ni quise pensar en ello- cómo podrían sentirse estos prehattis en medio de la Summérida. ¿Habrán vivido en comunidades? ¿Cómo sobrevivían? ¿Vivían entre los summéridos? En este caso… ¿Cómo serían tratados, con desprecio, indiferencia, curiosidad, pena?

Si bien nunca pude darme una conclusión, una respuesta, ni acercarme siquiera, a una pregunta que no me quise formular, una vez debí ocuparme de ello. Un día oscuro, a lo mejor de sol otoñal, oscuro en mi alma, la encontré a ella en algún lugar. La vi y me sonreí, no hubiera podido reprimir la sonrisa al mirarla. Y ella me la retribuyó y me saludó. Diciendo mi nombre lo hizo. Mi nombre. Diciéndolo, alumbró mi día. Dejándolo desprender de su boca como el polen se escapa de la flor y se multiplica en más flores. El día prosiguió. Ese día había amanecido nublado. Cuando me acosté, me dormí plácidamente, con una sonrisa aún en mi corazón, recordando un día de sol. Su recuerdo había borrado el pasado.

¿Qué pueden tener de atractivos unos seres indolentes, torpes para la artesanía, la construcción, el pensamiento práctico, el cuidado de la estética, sobre todo de la personal?
¿Cómo pudo Larsen, un científico racional, pasar sus años más lúcidos hablando de estos errantes –e inciertos-seres?
Los prehattis no tenían un origen concreto, ni jamás se pudieron asentar en ningún lado. Pero Larsen insistía con pruebas –para él, incontrastables- que no sólo se los encontraba en lo que luego fue Hatti, sino también en Asiria, Caldea, Babilonia, Grecia, Mitanni, Memphis, Karkemish… y especialmente en Amurru, donde hubo un enclave prehatti, o por lo menos un escritor que les prestó atención. Un cronista, o al decir de los detractores de Larsen, uno de los primeros autores de ficción.

Cierto día, en una conferencia a la que fui invitado y con una evidente actuación premeditada, mientras el profesor Larsen hablaba de estas analogías entre la Summérida y el Mundo Global, un arqueólogo peruano, como si no fuera amigo del profesor, interrumpió la charla y con simulado enojo preguntó.
INVITADO: ¿En qué consiste la diferencia, entonces, entre ambas culturas?
PROFESOR: En nada. No hay diferencias.
INVITADO: ¿Usted está diciendo que es lo mismo?
PROFESOR: Sí. Es lo mismo.

La Summérida, tan parecida a la realidad, es tal vez la realidad. La civilización que venció al tiempo y al espacio, y todo lo transformó en lo mismo. Una y otra y otra vez, aquellos summéridos se fueron reproduciendo, transformando, cambiando rasgos, colores, progresos, pero nunca la esencia. Seguimos viviendo en La Summérida, no lo sabemos, pero estamos muy conformes con ello.

Los estudios del doctor Larsen fueron dejados adrede en el olvido. Había motivos de orden científico que justificaban desdeñar teorías como las planteadas en esos escritos.
Y también comentarios incisivos, muy poco profesionales, que eran notorias estocadas, a estudiosos de menos talento que él, para provocar la reacción de estos.
Pero, queda dicho, la teoría se ignoró.
Una vez más, los prehattis eran condenados al olvido. Pero esta vez no por la ingratitud de los hititas, ni la soberbia de los griegos, ni la practicidad de los asirios, sino por la pereza mental de los científicos modernos.

Estoy condenado, lo sé y lo acepto –lo entendí luego de aquella conferencia- a ser un prehatti.
Debo aceptar las conclusiones del sabio profesor. Siento una extrañeza, como un inesperado pudor en revelar tales conclusiones.
Pero miro a mi alrededor, admirado como un señor desnudo dentro de un tonel, por edificios, máquinas, aparejos y me termino aburriendo y me voy, a admirar sin pausa y sin hesitación a una flor que se abre en la alborada.
A la verdadera magia. A admirar a un pájaro construyendo un nido, una sutil cascada embelleciendo un pedregal, una mujer amamantando a un somnoliento bebé. Y eso es lo que me une a todos los demás.
Aparejos que son la culminación de la historia… hasta la creación de otros más llamativos, es fácil encontrar.
Dentro de La Summérida, civilización que comenzó en Asia Central hace siete mil años y que aún perdura y se ha extendido por casi todo el mundo. Para vernos a nosotros, aqueos y troyanos, arios y nubios, quechuas y cántabros, prehattis y summéridos, basta mirarnos de frente y pensar en comenzar una nueva civilización sobre los restos, ya humeantes, de ésta. Comenzar, en fin, la segunda civilización que habrá fundado la humanidad.