viernes, 24 de diciembre de 2010

LA SUMMÉRIDA

Traigo aquí a conocimiento de los respetados lectores, la excéntrica teoría científica del doctor Larsen, un curioso buscador de la verdad, que descubrió –o creyó hacerlo- a la cultura prehatti, precursora de los hititas y de casi todo lo humano, en su decir, primero a partir de unos papiros descubiertos en Amurru, y luego a partir de las más inconsecuentes de las ilaciones teóricas.

Cualquier científico que dedica su vida al estudio de la cultura de un pueblo suele parecer exagerado en la descripción de sus virtudes.
Esto suena lógico. No es simple subjetividad, suele ser admiración, razonable admiración, por aquello de grande que toda cultura humana es capaz de realizar.
Larsen, siempre apasionado en exceso, llevó esta característica a la desmesura. No sólo atribuyó enormes virtudes a los hititas, y a sus predecesores, el pueblo de Hatti, sino que también ensalzó hasta el paroxismo a unos nómades anteriores a estos, a quienes no supo exactamente como llamar, pues no poseían idioma escrito, ni simbólico, ni habilidad para el arte o la alfarería, no dibujaban ni esculpían a sus dioses ni se sabe mucho más de ellos que su desdén por toda manifestación ostentosa. Se tuvo que conformar con llamarlos los prehattis.
Desde su existencia errante hasta la conformación del gran pueblo hitita, pasaron siglos. Los prehattis, con su poca predisposición al progreso concebido en forma práctica, fueron pronto dejados de lado, debieron separarse, emigrar, y perder su endeble cohesión. Los hititas pronto los olvidaron, no los consideraron ni padres, ni precursores, ni nada de eso. Se olvidaron y nada más.

Ay, tu nombre, nombre que respiro cada vez que te nombro a escondidas, lo repetí muchísimas veces. Y lo hice sin que lo supieras, sin que imaginaras siquiera un instante que te has adueñado de mis sueños e ilusiones. Quisiera, lo confieso, que se produzcan todas las circunstancias necesarias para confundirme contigo en un abrazo impar, que florezcan las verdes esperanzas que albergo a diario. Pero te nombro, te pienso, te sueño en silencio, y sin deseos de reciprocidad. Sólo te agradezco que me permitas usar tu grato nombre para alimentar mi agradecido corazón.

Nunca nadie refutó la teoría de la existencia de un indolente pueblo ario merodeando los irregulares terrenos de Anatolia. Pero tampoco nadie confirmó su presencia.
En cambio Larsen pareció tener un gesto de grandeza al aceptar la existencia de los sumerios, el primer pueblo del que se tiene noticia, cosmopolita y genial, verdad que de todas maneras resulta irrefutable.
Le atribuyó una extensión mayor que otros estudiosos y a esta cultura la llamó La Summérida. Los consideraba un pueblo mestizado, avanzado, ambicioso, que en efecto, dio un paso fundamental en la historia de la cultura universal.
Arduos defensores de los sumerios –o summéridos, como los llamaba Larsen- les atribuyeron la fundación de la cultura humana tal como la conocemos.
Fomentaron, o directamente inventaron, la agricultura. Con ello, se establecieron en un sitio apropiado, dejaron de vivir en forma ambulante, y quedándose allí comenzaron a crear lo necesario para una existencia cómoda.
Fueron prácticos. Sembraron, crearon moradas confortables, se manifestaron con arte, inventaron la escritura y la simbología numérica, fueron geniales astrónomos y usaron todos esos conocimientos para mejorar su vida cotidiana.
La mayoría de las personalidades del mundo científico desconocía a Larsen. O al menos, sus excentricidades. Lo conocían sí por sus estudios sobre los hititas y su apoyo al estudio sobre los sumerios. Todo eso, claro está, hasta que en un tratado científico expresó que los summéridos inventaron la cultura, pero los prehattis inventaron la humanidad.

¡Qué cantidad de cosas inútiles he estado haciendo en estos últimos días!
- Escuché a un señor mayor contar una anécdota muy importante para él –que ya le había oído contar en otra oportunidad- que solía repetirla.
- Me senté a arrojar piedritas en un lago artificial y a escuchar música en un aparatito frente a una fuente de una plaza grande.
- Le sonreí a unos nenes que jugaban.
- Le regalé un libro a una chica que gusta de leer y aprender, y no la reté por dedicarse a cosas como esa.
- Perdí tres o cuatro colectivos y tuve que esperar otros por no correr y empujar a nadie.
Y todo esto lo hice en horario diurno, que es cuando más se produce, en forma gratuita, sin mayor preocupación y sin esperar ningún gesto compensatorio a cambio.

Uno de los grandes aciertos de los habitantes de la Summérida era la escasez –o prácticamente la nulidad- de las preguntas de orden metafísico. Sin que fuera expreso -no hacía falta- existía una especie de prohibición para pensamientos o cuestiones filosóficas en público. En la vida privada no eran necesarias, eran superfluas, las cuestiones de ese tenor, porque no contribuían ni al progreso ni a la solución de inmediatas preocupaciones de orden general.
Justo es decir que ni los más fervientes defensores de la civilización de la Summérida creen ni reconocen que esa preocupación en los temas urgentes los solucionaba ni que todos los summéridos recibían la atención necesaria para llevar una vida digna, pero no importa. Son los mismos que hoy hablan de las bonanzas de la sociedad actual mientras no trepidan en correr a puntapiés a los indigentes que duermen en las escalinatas de las universidades.

Para los habitantes de la Summérida no existía la historia. Algunos pensadores de la antigüedad coinciden con los summéridos. Para los actuales, los antiguos no necesitaban historia porque no la tenían, o. no la recordaban. Al no tener registros, todo se reducía a mitos y relatos incomprobables. Es lo mismo que piensan los que proponen hoy el fin de la historia. Así como los summéridos creían que con su afincamiento y desarrollo el hombre anterior había terminado –y con él, su historia- en el siglo XXI hay quien cree que es el hombre nuevo el que llegó a la cima, y el hombre anterior, intrascendente historia, como lo eran los nómades anteriores a los summéridos.
La ingenuidad de los habitantes de la Summérida y de los pensadores actuales es enorme, y es la misma. Sólo se reduce al pensamiento pueril de que la humanidad es un camino lineal para poder desembocar en el hoy. Y ese hoy, tan inconstante, que fue hoy ayer y será hoy mañana, será pasado, como lo fue para los summéridos, para el Imperio Romano, la Iglesia Medieval, la Revolución Industrial y el hoy-hoy, que es tan maravilloso para estos cínicos que viven en un tonel, será espantoso y arcaico para los cínicos del futuro.
El profesor Larsen, que compartió tiempo con estos derviches del fin de la historia, les reconocía un mérito. El mismo mérito que a los summéridos. Y es el que viven como pregonan. En una candidez perversa del hoy es hoy, así son las cosas y los que no disfrutan de las maravillas del hoy hoy son idiotas (filósofos, pensadores existencialistas, personas con cerebro en uso, al fin) o escoria que no merece ser tenida en cuenta (esclavos, abusados, pobres, gente de razas extrañas).

Había innumerables explicaciones para definir el origen de los nombres. El excéntrico y docto profesor Larsen sostenía que los prehattis tenían nombres extensos y de difícil dicción, por ejemplo, Megasubbilubbiusegundo h t, porque les encantaba que la gente pronunciara sus nombres, los recordaran y por ello, los valoraran. Es llamativo. Sobre todo, porque uno de los gobernantes más famosos de la Summérida se llamaba Ki. Tal vez se llamaba Kirigundis, pero no había tiempo que perder en pronunciaciones extensas.
Por eso, reprodujo un posible diálogo de aquellos tiempos.
REY: Hola, súbdito Megasubbilubbiusegundo h t.
SÚBDITO: Hola, su majestad Ki.
REY: Yo soy el rey de la Summérida.
SÚBDITO: Yo un campesino emigrado del mítico y respetable territorio de los prehattis, hijo de Megasubbilubbiuprimero h t y de nuestra diosa madre Sausga.

Nunca supe –ni quise pensar en ello- cómo podrían sentirse estos prehattis en medio de la Summérida. ¿Habrán vivido en comunidades? ¿Cómo sobrevivían? ¿Vivían entre los summéridos? En este caso… ¿Cómo serían tratados, con desprecio, indiferencia, curiosidad, pena?

Si bien nunca pude darme una conclusión, una respuesta, ni acercarme siquiera, a una pregunta que no me quise formular, una vez debí ocuparme de ello. Un día oscuro, a lo mejor de sol otoñal, oscuro en mi alma, la encontré a ella en algún lugar. La vi y me sonreí, no hubiera podido reprimir la sonrisa al mirarla. Y ella me la retribuyó y me saludó. Diciendo mi nombre lo hizo. Mi nombre. Diciéndolo, alumbró mi día. Dejándolo desprender de su boca como el polen se escapa de la flor y se multiplica en más flores. El día prosiguió. Ese día había amanecido nublado. Cuando me acosté, me dormí plácidamente, con una sonrisa aún en mi corazón, recordando un día de sol. Su recuerdo había borrado el pasado.

¿Qué pueden tener de atractivos unos seres indolentes, torpes para la artesanía, la construcción, el pensamiento práctico, el cuidado de la estética, sobre todo de la personal?
¿Cómo pudo Larsen, un científico racional, pasar sus años más lúcidos hablando de estos errantes –e inciertos-seres?
Los prehattis no tenían un origen concreto, ni jamás se pudieron asentar en ningún lado. Pero Larsen insistía con pruebas –para él, incontrastables- que no sólo se los encontraba en lo que luego fue Hatti, sino también en Asiria, Caldea, Babilonia, Grecia, Mitanni, Memphis, Karkemish… y especialmente en Amurru, donde hubo un enclave prehatti, o por lo menos un escritor que les prestó atención. Un cronista, o al decir de los detractores de Larsen, uno de los primeros autores de ficción.

Cierto día, en una conferencia a la que fui invitado y con una evidente actuación premeditada, mientras el profesor Larsen hablaba de estas analogías entre la Summérida y el Mundo Global, un arqueólogo peruano, como si no fuera amigo del profesor, interrumpió la charla y con simulado enojo preguntó.
INVITADO: ¿En qué consiste la diferencia, entonces, entre ambas culturas?
PROFESOR: En nada. No hay diferencias.
INVITADO: ¿Usted está diciendo que es lo mismo?
PROFESOR: Sí. Es lo mismo.

La Summérida, tan parecida a la realidad, es tal vez la realidad. La civilización que venció al tiempo y al espacio, y todo lo transformó en lo mismo. Una y otra y otra vez, aquellos summéridos se fueron reproduciendo, transformando, cambiando rasgos, colores, progresos, pero nunca la esencia. Seguimos viviendo en La Summérida, no lo sabemos, pero estamos muy conformes con ello.

Los estudios del doctor Larsen fueron dejados adrede en el olvido. Había motivos de orden científico que justificaban desdeñar teorías como las planteadas en esos escritos.
Y también comentarios incisivos, muy poco profesionales, que eran notorias estocadas, a estudiosos de menos talento que él, para provocar la reacción de estos.
Pero, queda dicho, la teoría se ignoró.
Una vez más, los prehattis eran condenados al olvido. Pero esta vez no por la ingratitud de los hititas, ni la soberbia de los griegos, ni la practicidad de los asirios, sino por la pereza mental de los científicos modernos.

Estoy condenado, lo sé y lo acepto –lo entendí luego de aquella conferencia- a ser un prehatti.
Debo aceptar las conclusiones del sabio profesor. Siento una extrañeza, como un inesperado pudor en revelar tales conclusiones.
Pero miro a mi alrededor, admirado como un señor desnudo dentro de un tonel, por edificios, máquinas, aparejos y me termino aburriendo y me voy, a admirar sin pausa y sin hesitación a una flor que se abre en la alborada.
A la verdadera magia. A admirar a un pájaro construyendo un nido, una sutil cascada embelleciendo un pedregal, una mujer amamantando a un somnoliento bebé. Y eso es lo que me une a todos los demás.
Aparejos que son la culminación de la historia… hasta la creación de otros más llamativos, es fácil encontrar.
Dentro de La Summérida, civilización que comenzó en Asia Central hace siete mil años y que aún perdura y se ha extendido por casi todo el mundo. Para vernos a nosotros, aqueos y troyanos, arios y nubios, quechuas y cántabros, prehattis y summéridos, basta mirarnos de frente y pensar en comenzar una nueva civilización sobre los restos, ya humeantes, de ésta. Comenzar, en fin, la segunda civilización que habrá fundado la humanidad.


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