viernes, 24 de diciembre de 2010

AGRIGENTO

Me había quedado dormido esa tarde, cuando el calor arreciaba en las pintorescas calles de Agrigento.



Bebí un refresco y salí a la calle intentando disfrutar una generosa brisa, que algún dios enviara en mi auxilio.


Sentado en la añeja silla miraba esa parte de la ciudad antigua, con la despreocupación del que goza del ocio. Pero, eso sí, con los sentidos atentos, porque sabía que mi inclinación artística podría encontrar influencia en esas paredes y ese rústico paisaje siciliano.


Atrás, furtivo y en silencio, yo lo sabía, se escondía el arcano, con sus miles de secretos. La fría historia de los libros, leída sin apasionamiento, no muestra el alma de los hombres que vivieron la época que se describe.


Y la verdadera forma de escribir –y de leer- historia es poniendo el alma y dándole lugar a las almas de quienes pisaron esos suelos en otros tiempos.


Yo olía el perfume de algunas plantas, y las veía trepando los muros, y respiraba el calor de la ciudad.


Intentaba que mi presencia fuera natural, y creo que lo lograba.


Era la mejor forma de disfrutar –y de sentirme parte- de Agrigento, de su pasado, su presente y, por qué no, de su futuro. Imaginaba a un paseante distraído describiendo lo que veía. Pared, enredadera, sombra, extranjero ocioso, calleja, imagen de la Virgen…








Nunca había viajado anteriormente al Sur de Italia y nunca me preocupé por saber si me entenderían bien. Pensé que bastaría el críptico dialecto de las canzonettas, pero no, solo me ayudó el intento de los que hablaban italiano puro.


Acaso por entender mal, nunca supe que hacía ni si se llamaba exactamente María, o de otra forma. Pero fue María para mí desde el instante que la vi.


Me hubiera gustado que sea pastora, o que lavara la ropa en algún río, pero no fue así.


Solo sé que su rostro, un poco autóctono y un poco finamente griego, sus manos firmes y su generoso cuerpo, se colaron en mí sin atravesar los sentidos. Sentí a María en mi interior. Algunos llamarían amor a eso, pero me parece apresurado e incierto.


La cuestión es que María, calleja, hiedra, la Virgen, cielo, María de nuevo en el paisaje, despertó en mí un deseo incontrolable e inconfesable.


Mi cuerpo, como llamado por el de María, sintió una atracción física que dolía. Porque su belleza dolía; su sonrisa, casi escondida por su propio pasado arduo, asomada en pequeñas dosis, su gesto firme y una delicadeza única, derretía.


Su calor hacía ponerme a sus pies y a la vez, me inclinaba a contener su alma, frágil, de porcelana, conservada por siglos. Era una mujer, plena, luminosa. La mujer moldeada por los siglos que visité siendo parte de Agrigento.






¿De qué manera, paisán, se relaciona uno con la tierra? ¿Con qué ojos, exactamente, miramos el suelo, el monumento, la inscripción en la piedra de la montaña, los viejos árboles, los promontorios desgastados por el mar?


Seguí el camino acompañado por un muchacho de boina que conocía un poco el paisaje. Era tímido y no se hacía demasiadas preguntas, lo que era evidente, sobre mi extraño accionar. Hubiera querido saber qué le pasaba por la mente. Este sículo era el mismo al que había mirado en el pueblo, pero de costado, sin que lo notara, para no ruborizarlo.


Cientos de años en él, de una cultura atravesada por el mar, por semitas cartagineses, rubios griegos, rústicos romanos y él ahí, defendiendo su territorio de todas las invasiones y ganando, y las más de las veces, perdiendo.


Y juntándose, tratándose de hacerse fuertes. Uniendo a sus familias, rechazando invasiones. Todos estos sicilianos iguales, como mi amiga Marcela, que tiene el mismo concepto, voz chillona y códigos de honor que cualquier habitante de este pueblo, pero allá en Buenos Aires.


Y todos, todos, tan distintos a la vez. Cada cual con su sueño, acaso impracticable, pero único, propio.





María tiene el perfil griego, conjuga sus formas entre la voluptuosidad y el misterioso e inasible encanto. Es igual a como hubiera sido. O a como sería. Transita las mismas callejas, los mismos senderos en la piedra. La emocionan las mismas flores.


Me parece que se llama María. Nació en Akragas y es griega, y recita poesías; poesías hermosas, de flores que nunca se marchitan. Y la poesía es dulce, y tampoco nunca se marchita. Ni ella, ni las flores, ni el fuego del hogar ni el aire puro, que la espera en sus paseos de niña o ya adulta, casi condenada a un matrimonio que no le dejara ser del todo ella, salvo en el campo, o en los sueños del campo, llena de flores y senderos de piedra.


No sé si se llama María. Pero sé que nació en Agrigentum. Libre. Su padre es ciudadano romano. Ya de griega solo tiene un incierto antepasado nada más, y de aquellos remotos tiempos solo quedan viejos templos parecidos a los que ahora veo yo. Sus sueños son los mismos, de griega, romana o sícula.


Casi seguro que se llama María, pero no entendí bien, porque el italiano que se habla aquí es un poco cerrado. Y las palabras en dialecto napolitano que intento más confunden que ayudan. Todo en el sur es tan distinto a lo que me imaginaba… María es distinta a lo que fue antes. Hoy es una ciudadana italiana, llena de derechos y libertades. Pero algo interior me la muestra tan igual… María es la misma, griega, romana, sícula, italiana…



La gente miraba las ruinas. Se sacaba fotos. No entendía bien en que consistían esos monumentos pétreos, quién era Juno, la diosa que para los griegos era inflexible y apasionada hasta lo indecible.


Yo, miraba a todas partes, sin sentido, sin orientación. Buscaba el mar, me preguntaba en ese Valle dei Templi como egresar, donde estaba mi barco, mi salida… escuchaba voces, como una enorme Babel de turistas coloridos y despreocupados, y todos eran risas, y clicks de máquinas fotográficas, y personas que se exponían ante la magnificencia para sacarse fotos y decir “yo estuve aquí”, sin saber siquiera de qué trataba la Divinidad, ni los reyes que querían adorarla.


La libertad se escapaba de entre mis manos, como la arena de una playa, blanca, pura; se me iba, y la miraba alejarse, como un griego veía a cartagineses o romanos asolar sus tierras y solo extrañar las doradas épocas idas. Poseer un reino y el mundo entero, y ser apenas un súbdito de Gela, una ciudad tiránica pero nada bella. Nada. Nada comparada a Agrigento, nada comparada a los sueños de mar, dioses y amores traicionados que desearía volver a ser lo que fue.





De qué hablo, que es lo que digo, en esta ciudad cuyo arcano quise penetrar. Todos sonríen en las ruinas, y yo solo veo pasado, tanto pasado que ya no soy yo, ya soy un griego más, encadenado a mis sueños. Y a la vez un cartaginés, un romano, un sículo, un italiano…



Te pierdo, te veo partir, te ignoro, te sueño, ya no deseo tocarte, pasa lo peor que puede pasarle a un amor. Te olvido.


Hago una vida normal, soy un artesano, o vendedor, o tal vez esclavo. Sí, esclavo de un invasor, rememorando tiempos legendarios, donde los rubios dorios eran señores que provenían de la Divina Grecia, valientes hijos de Hércules, que hicieron próspera una ciudad hoy arrasada.


¿Hoy? Sí, el hoy de los romanos, el mañana de los bárbaros. Y yo, que había nacido siglos después, ya no sabía bien quién era. Apenas atado a mi pasado, sin poder liberarme en ese Valle lleno de turistas que veía pasar con extrañeza, como figuras de una dimensión distinta, que no me veían, que sonreían y se sacaban fotos, poniéndose delante de las ruinas del templo de Juno.


Justamente a ella decidí acudir.


Tú, madre de los dioses más jóvenes, madre nuestra que desde antaño te trajeron mis padres a este Valle, sácame de aquí, devuélveme a mi prosperidad, a mí mismo, al que quiero ser y fui, y no al esclavo que soy.


Estoy sentado en una cómoda y añeja silla, mirando el paisaje. Es de día, hay una calle, casas, se oye música que viene de lejos. Aun mantengo en mí una cierta perplejidad, como aquel que en la vela tiene presente un vívido sueño.


Nadie imaginaría que ese extranjero con aire despreocupado que mira la calle desde la fresca sombra, es un hombre que ha penetrado tan profundamente en el arcano, en las entrañas mismas de Agrigento.


Es que un artista puede. Si vence al espacio, al tiempo, a la soledad y a la muerte, es un artista. O es simplemente un hombre que ama.


En ese momento, acaso como un viaje ya escrito que acontecía en un futuro que para mí era hoy, pasó caminando María. Me sonrió y prosiguió su camino. La miré y noté que se daba vuelta y me miraba.


Sentí satisfacción con esto. Me alegró que haya reparado en mí.


Sólo que no puedo saber cuándo la he conocido.

2 comentarios:

ABRIL dijo...

EXCELENTE, ESQUISITO, FELICITO A LA MENTE BRILLANTE QUE UTILIZA NUESTRO IDIOMA TAN VAPULEADO, PARA HACER ARTE.
CHAPEAUX!

Unknown dijo...

Maravilloso, eso es este cuento, que al leerlo me permitiò conocer las calles de Agrigento y recorrer su pasado, su presente, quizás su futuro. Disfrutè de la lectura y seguramente lo seguiré haciendo una y otra vez. Gracias por compartir!